España -como el resto del mundo desarrollado- mira con asombro las fotos de los ríos de personas que marchan en las calles de Venezuela y se hace una pregunta: “¿Esa gente que marcha… no trabaja?”. La duda me la planteó recientemente el gerente de una importante compañía española al que, con pocas palabas y mucha gesticulación, tuve que explicar en dos minutos (él no tenía más, debía trabajar) lo que está pasando en mi país.
Amigo, le ruego disculpas si en ese momento no despejé suficientemente su duda, pero he de decir en mi defensa, que la respuesta es harto compleja. Por esa razón, me permito escribirle estas líneas, con el ánimo de argumentarle mediante unos pocos ejemplos, cómo ha llegado hasta allí esa gente que marcha.
Algunos son los ingenieros y personal administrativo de Petróleos de Venezuela -PDVSA- que en abril de 2002 el presidente Chávez despidió «en vivo y directo» a través del canal de televisión del Estado, tras hacerlos responsables del «saboteo» en la estatal de petróleos por reclamar la designación «a dedo» de cinco directivos por su simpatía con el Gobierno. Muchos se han ido del país contratados por importantes petroleras internacionales dada su altísima cualificación, pero los que se quedaron están haciendo malabares para sobrevivir. Revenden ropa, hacen de taxistas. Conozco algunos. Se reconocen porque portan una bandera de Venezuela. Ellos, y sus familias, se ubican al centro de las gigantescas marchas.
Están también los obreros de General Motors que se quedaron en la calle, en el paro pues, hace unos días, luego de que su planta fuera inesperadamente incautada por las autoridades por considerarla “improductiva”. Y los de Kimberly Clarks, una de las principales empresas que proporcionaba productos de higiene personal, ocupada en julio de 2016. Y los de Ford Motor Company, cerrada a principios de 2015. Y los de Clorox, importante empresa de productos de limpieza intervenida en 2014. Y los de Agroisleña, principal proveedor de semillas y productos químicos para las explotaciones agrícolas del país, expropiada en 2010. Y los de Lácteos Los Andes, nacionalizada en marzo de 2008 para garantizar la “soberanía alimentaria”. Y los de Cemex, los de Monaca, los de Éxito, los de Owens Illinois, los de Silka… Por nombrar algunos. Ellos y sus familiares suelen llevar una pancarta y una camiseta o de color claro. Se ubican casi al final de la multitud.
Los panaderos, sus esposas y empleados, también forman parte de esa gente que marcha -los expropiados y los arruinados-, son víctimas de la famosa «guerra al pan» que se inventó hace poco el presidente Maduro. Suelen estar junto a los comerciantes víctimas del “dakazo”, una práctica habitual de la Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos Socioeconómicos (SUNDDE) que llega cualquier día a cualquier hora y les obliga a rebajar los precios de la mercancía. Así, sin más. Los que han formado parte de las cadenas de producción de esos negocios cerrados: gerentes, profesionales, obreros, también están ahí, se reconocen porque llevan una gorra tricolor.
Los que van delante son los jóvenes, como Jairo Ortiz, como Carlos José Moreno, como Paola Ramírez, como Juan Carlos Pernalete, como Hans, como mi ahijada, brillante estudiante de Farmacia en la Universidad Central de Venezuela que tiene tres años intentando sacar el primer año de carrera. Entre cierres, paros universitarios y huelgas de transporte, no puede avanzar. Son fáciles de reconocer. Ellos simplemente salen, nacieron en un país donde marchar es lo normal. Van desnudos, tienen en la mano una biblia, o una mochila, o un libro.
Al lado de ellos, siempre, sus profesores. No están impartiendo clases en estos días, no tienen cómo ni a quién. Forman parte de esa gente que marcha porque con su sueldo -150 mil bolívares en el mejor de los casos- no cubren ni el 15% del millón y tanto de bolívares que, según el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (CENDAS), son necesarios para pagar las necesidades básicas en Venezuela. Sencillo, ganan el equivalente a 30 euros al mes, en un país donde como mínimo se necesitan 210 solo para comer.
Esa gente que marcha también está formada por artistas y periodistas, gremio este último que me atañe directamente. Los que tienen “suerte” graban y fotografían los hechos (hasta que son agredidos), pero la gran mayoría no ejerce porque sus periódicos, radios y canales de televisión han sido cerrados (algunos de ellos están exiliados en España, que se lo digo yo). Mención especial merecen los de Radio Caracas Televisión, el canal que en 2007 el entonces presidente Chávez no renovó concesión porque –alegó- “estaba al servicio del golpismo”. Miles de profesionales de la comunicación se quedaron sin trabajo. Y sus familias sin sustento. En las marchas los reconoce porque llevan una gorra o una camiseta que dice: RCTV, o El Impulso, o El Carabobeño.
Al final, suelen marchar los jubilados, están cansados, caminan lento, pero caminan. Van porque cobran una pensión de 40 mil bolívares mensuales. Ocho euros al cambio de hoy, para que me entienda mejor. Suelen portar una bandera venezolana atada al cuello y colocarse pacíficamente frente a las tanquetas. No les importa que se los lleven –quién sabe a dónde- dos guardias en una moto. Se saben fuertes. Ya han visto caer alguna dictadura y están convencidos de que éste es el camino. Son sabios.
A veces marchan juntos. A veces por separado. Se pueden confundir unos con otros. Vienen de las colinas, de los cerros, se mezclan en la avenida. Pero una cosa sí le digo: esa gente que lleva un mes invadiendo calles y titulares, esa gente que marcha -pacíficamente- no va encapuchada, no tira farolas, no dispara, no quema camiones. No las confunda.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 23, establece que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo”.
Y es por defender este derecho, así como los otros muchos que se violan hoy en Venezuela, que salen a marchar. Amigo, no tengo otra respuesta a su sencilla pregunta: “No. No trabaja. Esa gente que marcha ya no tiene dónde”. ¡Es ahora o nunca!